jueves, 6 de septiembre de 2007

"Vigilia de un noble" por Esteban Gabriel Vázquez

Vigilia de un noble

La tenue de luz del fuego se colaba en pupilas divagantes. Allí en las altas cumbres del norte argentino, un centenar de gauchos descansa entre peñas borrascosas y a metros de un afluente de agua. El calor de la llama no podía penetrar la barrera pétrea de frío que cubría el contorno de sus manos, pero si calaba la mente y los pensamientos.

Todos ellos mirando al fuego excepto uno. Aquel daba la espalda a los encantos de las flamas. Esta noche no quería sucumbir tan fácilmente a las sensaciones que despierta un buen fogón en compañía de sus hermanos. Esta noche sólo quería saber por qué.

La razón escapaba a su entendimiento. En su cabeza sólo se dibujaban sus afectos, su esposa, sus hijos, su tierra, el rancho que lo vio crecer. Sólo eso quería ver. Una patria libre del opresor en donde los críos puedan correr a sus anchas y las chinas puedan dedicarse a la labor de sus hogares.

Intentó pero no pudo. Era inútil para él entender aquella nobleza de la que alardean los letrados criollos. Si nobleza no es entregar la vida por la causa como la dan los gauchos en el más lejano anonimato, sin más testigo que el cóndor que sobrevuela la cordillera, no entendía la palabra nobleza. Allí estaba él y a su lado descansaba Josefo.

Josefo era un muchacho de once años. Huérfano de ciudad, no tenía madre o padre, o hermanos a quien defender. El sargento lo recogió un día y desde ese momento, el chico no se apartó de su lado. Fue emocionante verlo actuar contra los moros. Tomo el fusil como cualquiera de los gauchos y a brazo firme defendió las espaldas de su sargento.

Por un momento vio que el chico temblaba e intentó cubrirlo con el poncho que resbalaba por quedar corto, sobre sus lomos, pero sin prestar demasiada atención volvió a sus reflexiones.

El tratar de entender lo traicionó. Que patria podría forjar un puñado de gauchos que, aunque lucha con vehemencia, no entiende de políticas y letras. La sangre ya seca en sus manos, cobraban un sentido obsoleto. Las heridas ya no gritaban la gloria que merecen los gauchos guerreros de Güemes. Una brisa fría hizo presa de su espalda y sintió un escalofrío que le causó pavor.

La noche había avanzado y el débil fuego que prendieron los soldados se extinguió para dar lugar al cielo rojizo de oriente. El sargento inundado en un mar de pensamientos cabeceaba dando las espaldas al fuego. Por última vez arroparía al joven Josefo y se dispondría a recostarse por lo menos una hora antes de continuar su camino. Era la madrugada del 5 de mayo de 1818 y Salta quedaba a unos pocos kilómetros de allí.

Un gaucho que hacía las veces de espía despertó de forma brusca al sargento, quien se repuso en un acto reflejo. Había llegado la hora de la libertad. Sus soldados se alistaron y dio gracias a Dios de que sólo a él lo habían asaltado tales pensamientos de derrota. El coraje y la valentía de los gauchos estaban intactos y su disposición indicaba que iban a la victoria segura.

Cuatro años cuidando las fronteras del norte y al fin el momento había llegado. Una noche de fantasmas no pueden doblegar el espíritu de un gaucho tan bravo como Martín Güemes. Otro día tal vez, si la patria no demandaba sus servicios, pero no hoy.

Tomaron rápidamente las pocas armas que poseían y montaron con ligereza los caballos. Ciñeron en su cintura el facón que los caracterizaba y compartieron un trozo de charqui. Todo era movimiento y algarabía. Todo menos aquel pequeño bulto escondido entre ponchos y cueros. Tieso en posición fetal yacía todavía Josefo y su sargento lo notó.

Un cóndor surcó los cielos sobre ellos y allí entendió. Un sublime sentimiento que quemaba y calaba en su interior más que el calor de la fogata. Aquel muchacho no entendía de razones, ni de políticas pero tampoco tenía madre o padre, o quizás hermanos por quien luchar. No tenía un rancho, no tenía tierras, no tenía nada. Simplemente luchaba por la libertad. Por su patria iba a la guerra, por su país moría.

Por esa simple razón, la nobleza lo coronaba en el más lejano anonimato. Desde aquella alta cumbre vería la liberación de Salta, desde allí vería un pueblo libre, desde allí vería un nuevo amanecer.

Escrito por Esteban Gabriel Vázquez // Segundo año –Comisión I-

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HASTA LA VUELTA!

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